LA INFLUENCIA DE LAS EXPECTATIVAS

Un apunte sobre las expectativas ajenas en nosotros…

El niño aprende a comportarse en sociedad imitando lo que ve del entorno que le rodea, de las personas que son importantes para él,  respondiendo a sus expectativas. Con el tiempo esta imitación incide en el desarrollo de la personalidad de ese niño y en su sistema de creencias.

Esto nos lleva a pensar que los demás nos definen, sobre todo nuestras principales figuras de apego, nos dan un rol y con ello nos dicen lo que somos  y qué debemos ser.

Y con ello la consiguiente pregunta: ¿somos lo que los demás han esperado que seamos?

Esclarecedor es el estudio de Pigmalión en clase , donde se recoge el experimento que Rosenthal y Jacobson (1968) realizaron en un centro escolar, en el cual aplicaron un test de inteligencia a todos los alumnos; tras esto dieron a los profesores los nombres de los niños que, según las pruebas realizadas, mostrarían un desarrollo intelectual destacado durante el curso (en realidad dieron el nombre del 20% de los niños elegidos aleatoriamente). Ocho meses más tarde volvieron a medir el CI (coeficiente intelectual) del alumnado y comprobaron que los nombres al azar como destacados habían conseguido un mayor desarrollo intelectual. Incluso el profesorado les otorgó características positivas respecto a la adaptación escolar  y habilidades sociales. Esta investigación se ha repetido en diversas ocasiones hasta la actualidad  con resultados similares.

Esto nos plantea la siguiente cuestión: ¿En que medida hemos sido influidos en nuestro comportamiento y forma de ser? ¿Y en que medida hacemos lo mismo con nuestros niños?

Yo diría que en gran medida, aunque no pongamos una «etiqueta», que muchas veces si lo hacemos, (movido, cabezota, llorón, consentido, listo, bruto, tonto, bueno…) nuestra forma de hablar y comportarnos nos delata, comunicamos más por lo que no se verbaliza que por lo que sí se hace. El niño lo capta a la perfección, lo asimila, lo asume. A veces no se precisa, más que una frase, una mirada o un tono de voz para decirle que es «corto y torpe», un «pelma» o un niño «grato y capaz», por ejemplo.

El concepto que tenemos de nuestros niños puede comunicarse en cuestión de segundos.

Imagen

Si multiplicamos esos segundos por las horas de contacto diario, os podéis hacer una idea del grado de influencia. No solo condicionará sus sentimientos, sino también su sistema de creencias y consiguiente conducta.

¿Alguna vez habéis pensado en esto? ¿os lo habéis planteado?

En muchísimas ocasiones la voz de nuestros padres se convierte en nuestra voz interior en la vida adulta…

Con esto no quiero decir que haya que estar constantemente diciendo a nuestros niños lo buenos, listos y competentes que son, esto tampoco es una buena idea aunque a priori lo parezca… es una gran carga… tener que cumplir ese estándar de competencia puede ser un gran peso para ellos… lo veo en consulta con personas adultas, el rol que viven en su familia de «el responsable, el listo, el exitoso, el resolutivo…» al final mantener esas expectativas generan un grado de ansiedad y pesan como una losa…

Por lo que si hablamos en términos de conducta y dejamos el «ser» a un lado, seremos mucho más justos y les daremos la oportunidad de ser lo que ellos son, sin tener que cumplir con las expectativas impuestas por quienes les rodean.

Al decirles que son x, les condenamos…si les decimos que hacen x les damos la oportunidad de cambiarlo.

Finalizo este post con una frase que en algún momentó leí en algún sitio y me encanta: «No te apures creyendo que tu hijo no te escucha…te observa constantemente»

Un abrazo